Siempre me han fascinado estos artilugios de feria llenos de vida y colorido. En realidad no sé muy bien qué nombre reciben: merry-go-round, carrusel... pero estoy segura de que todos sabéis que me refiero a esos circuitos cerrados donde un montón de alegres caballos dan vueltas y vueltas, siempre en la misma dirección, sin detenerse un instante.
Me es imposible expresar cuánta melancolía pueden transmitirme esos caballos. Sus alegres colores no consiguen disimular un rostro taciturno, una expresión de hastío; los caballos se han cansado de girar en ese pequeño recorrido sin retorno, se han agotado de escuchar los gritos de los niños, les angustia que cada día unas manos distintas les acaricien las crines. Las luces y la música sólo consiguen avivar su soledad.
Creo que, en el fondo, los carruseles no son más que un intento de alegorizar la vida de una manera alegre. Cabe decir que, al menos desde mi punto de vista, el objetivo no se ha cumplido ni remotamente. Últimamente he estado buscando cientos de fotos de carruseles -en ciertos temas me vuelvo absolutamente obsesiva, lo sé- y todas ellas logran encogerme el corazón. Ninguna de las fotos es capaz de transmitirme un sentimiento alegre, sólo tristeza y, muy especialmente, soledad. Nuestras vidas son carruseles, rodeados de cosas hermosas que jamás alcanzaremos, somos tristes caballos de colores dando vueltas una y otra vez en la misma dirección. No importa que en un instante tu mirada capture algo que deseas, no podrás detenerte, en la próxima vuelta lo habrás perdido.
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