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La batalla

Centellea el cero bajo el sol. La sangre le salpica la armadura. A sus pies, aún palpitante, yace el cuerpo de la monstruosa bestia. Su mordedura es venenosa, dicen algunos. Por las sienes del Caballero Blanco resbalan gotas trémulas de sudor y de gallardía. Le da la espalda al sol y emprende un regreso lento, noble, sereno.

La Reina Roja, mientras salpica de cobalto el cielo estrellado de su lienzo, lanza rápidos vistazos al exterior. Espera a su Odiseo particular y se entretiene haciendo bailar su pincel para componer pinturas que conmemoren cada victoria.

El sonido del metal la despierta de su letargo. Se lanza escaleras abajo, dejando tras de sí un halo de jazmín y orquídeas. Él no tolera la espera: lanza su espada, se despoja del yelmo, estrecha a la Reina; la siente, la respira. Es suya otra vez.

Cada batalla en el desierto, cada hidra despedazada, cada uno de los enemigos devastados y aniquilados... nada es comparable a yacer con la Reina Roja. Su cuerpo se torna carmesí, un torrente desbocado de sensualidad y dulzura. Sus pupilas, encendidas, refulgen como el más puro de los metales. Cada beso duele y quema. Comienzan esa danza furiosa, ese frenesí empapado en magia negra; resuenan los gemidos en el torreón y en el interior de su pecho. La Reina Roja. La encarnación del candor y la esperanza; una bacante, una ménade, una diosa. 

Amanece. Se escuchan los goznes del puente levadizo, el castillo aún duerme. El Caballero Blanco, su silueta recortada en el horizonte gris, echa la vista atrás. Una sonrisa lo espera en el torreón. No hay dragón lo suficientemente fiero ni guerrero tan letal que le impidan volver, como cada plenilunio, a derrocar a la Reina Roja en la más dulce de las batallas.