K

En la dramática y absurda quietud de aquella habitación, se sintió más solo que nunca. Se preguntó si, en realidad, habría conocido otro sentimiento aparte de la imperiosa soledad. Aquello le aniquilaba por dentro, llevándose hasta el último pedazo de su cordura y su más que dañada condición emocional.

Sin pensarlo, clavó la aguja en su muslo izquierdo, varios centímetros por encima de la rodilla. Un levísimo dolor y ya había terminado. El instrumento resbaló de entre las yemas de sus dedos y fue a parar al suelo, donde el cristal se fragmentó en diminutos prismas brillantes.

Los segundos pasaron lentamente. La frontera entre lo real y lo imaginario era difusa. Su mente estaba ya destrozada y fragmentada. Cada nueva ingesta o inyección se convertía en una mano invisible, suave, colaboradora y a la par intensamente malvada, que le acercaba al ataúd que él mismo había construido.

La ketamina, poco a poco y tremendamente demoledora, desempeñando su papel mejor que nunca, penetró en su cuerpo en dulces oleadas de placer y dolor, de tortura y éxtasis. Sintió que rozaba el cielo, mas al sentir el aroma impregnado en azúcar de las nubes, descendió de golpe al subsuelo. Se vio a sí mismo caminando en la ciudad sin gente, rodeado de individuos sin rostro, pero terriblemente solo, al igual que siempre. Trenes de mercancías descarrilaban por doquier, trazando una línea sinuosa de desastre. Todo olía a humo y a desgracia. De pronto, notó la humedad de la selva. Oyó rugidos, y tristes suspiros se escapaban de bocas rebosantes de fragilidad que se derretían bajo el calor enfermizo que lo dominaba todo.

Aspiró una bocanada de fuego. Notó escamas en su piel e intentó contemplarse, pero todo lo que pudo percibir fueron aguas pantanosas. Burbujas que explotaban. El titilar de una estrella. Fuegos fatuos. La conexión con la realidad era tan frágil, un mero hilo de seda tejido por arañas, que poco tardó en destruirse de una vez por todas, y ya para siempre.

Cuando se vio atacado por androides con rostro de chacal, un espasmo le hizo caer e iniciar una lucha feroz y bestial contra todos los objetos que encontraba en su camino.


Anestesia disociativa.
Aneurisma.
Falta de torrente sanguíneo en el cerebro.

Qué importan las razones, qué importa lo que puedan decir los expertos. Morir entre madera, sangre y diminutos prismas de colores fue el clímax de su trayectoria vital. En el fondo, nadie sabía cómo se sentía en aquel instante de plenitud lamentable. Sólo sé que alcancé a ver una sonrisa en la comisura de sus labios del color de las cenizas.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Y me dices que no te apetece escribir?

Me parece muy mal por tu parte... Me ha encantado aunque no me va a incitar a probar ese veneno adulterado con estiércol por mucho que digan que es el mejor viaje que te puedes meter :P .

Mi tocayo Johnson dijo 'Para que un hombre escriba un libro, primero ha de haber leído una biblioteca entera'.

Ya sabemos lo que tenemos que hacer^^.

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