Ignacio tampoco abrió los labios mientras la miraba, porque no podía hablar. Tampoco habría sabido qué decir, sólo que hacía años que no veía nada tan hermoso. En aquel momento, no fue capaz de interpretar la belleza de aquella escena sublime, tan corriente, una muchacha que se lava la cabeza, las gotas de agua que viajan sobre su nuca, que recorren su espalda, que se secan en la tela de su camisón blanco. No habría encontrado la manera de explicar que podría seguir mirándola toda la vida, que le haría falta una vida entera para admirar su gracia, la armonía de sus movimientos, esa belleza tranquila que era tiempo, y era paz, y era alegría, y era serenidad, y era placer, una expectativa de felicidad, la cordura, la fe y la capacidad de desear. Aquella imagen condensaba todo lo que él no tenía, lo que había olvidado, lo que ya no existía y sin embargo volvió a nacer en aquel instante. Una muchacha se lavaba la cabeza, y una cáscara dura, seca, consciente de su propia torpeza, caía al suelo sin hacer ruido, inservible ante el poder de unos brazos desnudos, armados con su sola desnudez.
El corazón helado, Almudena Grandes
El corazón helado, Almudena Grandes
Almudena Grandes impregna todo lo que toca de sentimientos, en ocasiones pienso que si yo me dedicase a escribir no podría hacerlo de otra forma: sería exactamente igual que ella. A pesar de su irritante costumbre de no utilizar punto y coma, Grandes posee una sensibilidad impecable. No sé si se acerca más al arte o al kitsch, no tengo su obra demasiado digerida desde un punto de vista estrictamente crítico, sólo sé que me encanta. Dejaré los juicios de valor para otro momento.
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