Salomé

Y ya no era únicamente la bailarina provocativa que logra despertar en un anciano el deseo y la apetencia sexual con las disolutas contorsiones de su cuerpo; que consigue doblegar el ánimo y disolver la voluntad de un rey balanceando los pechos, moviendo frenéticamente el vientre y agitando temblorosamente los muslos, sino que se convertía, de alguna manera, en la deidad simbólica de la indestructible Lujuria, en la diosa de la inmortal Histeria, en la Belleza maldita, escogida entre todas por la catalepsia que le tensa las carnes y le endurece los músculos; en la bestia monstruosa, indiferente, irresponsable, insensible, que corrompe, del mismo modo que la antigua Helena, todo lo que se le acerca, todo lo que la mira, todo lo que ella toca.

A contrapelo - Joris-Karl Huysmans

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