El señor Hennebeau, que precisamente volvía a esa hora montado en su yegua, prestaba oído a aquellos ruidos imprecisos. Se había cruzado con algunas parejas, todo un lento desfile de paseantes en aquella hermosa noche de invierno. Y enamorados que, besándose, iban en busca de su placer detrás de las tapias. ¿No se trataba de encuentros habituales, de muchachas revolcadas en el fondo de cada zanja, de pícaros atiborrándose con la única alegría que no costaba nada? Y aquellos imbéciles se quejaban encima de la vida, cuando se daban panzadas de la felicidad única, la de amarse. De buen grado habría reventado de hambre como ellos si hubiera podido reiniciar la vida con una mujer que se entregara a él sobre las piedras, con toda su fuerza y todo su corazón. Su desgracia no tenía consuelo, envidiaba a aquellos miserables. Con la cabeza baja, regresaba al paso lento de su cabalgadura, desesperado por aquellos largos ruidos, perdidos en el fondo de la negra campiña, donde sólo oía besos.

Germinal, Émile Zola

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