Muchas veces recuerdo las ensoñaciones de mi yo adolescente. Muy a menudo pensaba en cómo sería mi existencia dentro de diez días, diez meses, diez años; si llegaría siquiera a esa edad; cómo transcurriría cada etapa de mi vida... en definitiva, cómo sería hacerse mayor.
Quizá hoy, rozando la mitad de la veintena, pueda decir que ya soy mayor. Puedo decirlo, y efectivamente no estaría equivocada. Sin embargo, yo no siento que esta mujer adulta en la que me he convertido sea tan distinta de la niña que pintaba en el colegio o la joven que sacaba buenas notas en el instituto. Muchas cosas no han cambiado: sigo siendo estúpidamente ingenua, sigo perdiéndome en las páginas de los libros y sigo, en mi propio mundo interior, imaginándome una realidad mejor con la que me recreo cuando lo que me rodea no me satisface. Sigo teniendo las mismas inseguridades, también conservo algunos de mis miedos; otros, por supuesto, han aparecido de la nada y han golpeado con fuerza en las zonas más delicadas de mi ser. Es, intuyo, parte del proceso: creces, evolucionas, cambias y te haces más fuerte -esta última fase ha resultado ser un gigantesco fiasco para la mayor parte de nosotros-. De forma pareja a estos evidentes cambios llega una realidad que se torna más dura a cada instante, una realidad a la que a veces cuesta enfrentarse por ser desalentadora, asfixiante: triste, en definitiva.
Yo no lo sabía cuando era una niña. No sabía que crecer iba a ser algo tan complejo, no sabía que tendría que ir acostumbrándome poco a poco a mí misma, no sabía que tendría que aceptarme y tratar de acoplarme de la mejor de mis maneras a mi cuerpo y a mi mente. No imaginaba que mi yo veinteañero estuviese tatuado, ¡qué va! Tampoco intuía que fuese a disfrutar con tanta intensidad de placeres tan dispares como la música, el sexo, el cine... y que, de alguna manera, iba a lanzar un ancla en cada uno de esos puertos que de verdad me enriquecen y me vuelven un ser humano mejor. Yo pensaba que, al igual que mis padres, esta sería una buena edad para tener un futuro laboral definido y estable y, desde luego, una situación emocional absolutamente delimitada en su normalidad. Creía -¡qué imbécil!-, que un príncipe azul con ojos y piel oscuros me esperaría para llevarme a un lugar mejor. Quizá buscase el paso previo para tener una familia, para ir poco a poco rompiendo el cordón umbilical y desprenderme del regazo materno. Pero no. Me encuentro con un futuro más que incierto en todos y cada uno de los aspectos vitales, me encuentro con que aún sigo conociéndome y tratando de quererme, descubro cosas nuevas cada día y las archivo en lo que me gusta y lo que no... y, como también hacía aquella Patricia pequeña y aún sin rizos, clasifico cada situación en algo que merece la pena o algo que no lo hace. Gracias a esta diminuta máxima he encontrado, de vez en cuando, el camino adecuado. Otras muchas veces he errado, y mis fallos han sido brutales y despiadados. Sin embargo, de la misma manera en que me imaginaba un futuro más feliz, no imaginaba que la mujer que hoy soy tuviese, de vez en cuando, admirables arranques de fuerza y un desarrollado sentido de la supervivencia. Supongo que, en ocasiones, no nos queda otra salida. Lo que no te mata te hace más fuerte, y nadie quiere dejar atrás la vida. Aunque no sea lo que esperamos, aunque nunca llegue a serlo. ¿Qué importa? Siempre encontraremos pequeños placeres y esas situaciones y personas que, sin lugar a dudas, se manifiesten como algo que de verdad merece la pena. Entretanto, me tengo a mí misma. Y aún me quedan mil años de miedos e inseguridades por conocer y a los que enfrentarme para, espero, salir airosa.
The North is to South what the clock is to time
There's east and there's west and there's everywhere life
I know I was born and I know that I'll die
The in between is mine
I am mine