Blues

La calle Bourbon era un puzzle de sombras y luces, un laberinto de claroscuros donde perderse. Los faroles lanzaban su tenue luz sobre los paseantes nocturnos. Muchachas alegres con pulseras del color del oro. Jóvenes traviesos que miraban alrededor, con una sonrisa perenne, tratando de buscar a la más hermosa de aquellas bellezas de ébano y cacao. Parejas que se manoseaban con habilidad, riéndose, sin dejar de mirarse a los ojos.

La primera vez que me mecí al compás de su blues fue en aquel bar, aquel paraíso envuelto en madera, iluminado por pequeñas llamitas que se erigían aquí y allá, sin orden. La brisa de julio penetraba por las rendijas, me hacía cosquillas en las yemas de los dedos. Allí estaba. El rasgar de los dedos en una guitarra triste, aletargada, parsimoniosa: la sentí agotada, hundida, o quizá así me sentía yo. Cerré los ojos un instante, paladeando en mi piel cada nota.

Y allí apareció. Decadente, fantasmagórica. Envuelta en sedas escarlata. Impaciente, lujuriosa, desafiante. Desplegó sus alas con suavidad y bailó, entornando su estrecho cuello hasta rozarse el hombro con aquel cabello ígneo, dejando que sus pestañas se meciesen y la suave carne de sus muslos emitiese el sonido de los astros. Bailo para mí. Se deslizó sobre el pentagrama y creó la música tan sólo para mí. Sus brazos eran estelas de fuego; sus ojos, una avalancha de lava ardiente. Una gota de sudor resbalaba por la cálida curva de su vientre, sus pies danzaban tejiendo nubes a su paso. Abrazó mi cuerpo y me dejé devorar por aquel calor, mis entrañas prendieron con aquella cadencia suave y tormentosa.

Entonces sonó un saxofón. Me sentí, de repente, inundado de vapores; mi cabeza a punto de estallar. Aturdido, alcé la vista. Nada. No quedaba su seda, tampoco su olor. De su presencia tan sólo me quedó una cosa: el latido cálido, estival y mágico de un blues.

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