Encendió con lentitud una pequeña vela y, de repente, el claustro se vio iluminado por un tenue resplandor. Las esquinas parecían más oscuras, las sombras más alargadas: el misterio se instaló, como por arte de magia, en cada rincón de la estancia.
Echó un vistazo al pequeño patio salpicado de flores del color del rubí. Las invisibles estrellas hacían titilar su aura sobre el diminuto rocío que cubría cada pétalo, cada estambre. Todo se movía lentamente, al ritmo acompasado de la llama, como guiado por la mano de un Baco enterrado ya en sus propios vapores etílicos.
Ella lo esperaba en el vértice opuesto. Siempre lo había esperado. La hermosa ménade de rizos de fuego y tormenta se recostaba suavemente contra la gélida piedra, fingiendo no sentir el frío, fingiendo sentir una calma que no existía. Jamás existió, jamás desde que el dios de los cuernos de azabache había puesto su mirada y su piel sobre su ser. Se amaron con la furia de un tornado, con el ansia de la sed más poderosa, con el dolor del metal incandescente. Se amaron con cada minúsculo poro de su cuerpo, con cada cabello, cada gota de sudor. Se amaron con sus lenguas y sus manos.
Ella cultivaba sus inspiraciones en un tenebroso danzar místico. Su cuerpo giraba, se retorcía, formaba extraños ángulos, se contorsionaba creando nuevas curvas y misterios. Después se desplomaba como un ave despojada de vida. Esos movimientos atávicos despertaban la curiosidad del dios, quien la contemplaba en la oscuridad, siempre en la oscuridad. Le atemorizaban e hipnotizaban. Entre repulsa y fascinación, la observaba sin apartar la vista, mas deseando hacerlo a cada instante. Sentía que cada una de las vibraciones de su bello cuerpo los apartaba, los alejaba: su mística locura, aquel furor pasional, acabaría con ella.
Tras aquellos espectáculos de tinieblas, hacían el amor. La estancia se volvía un frenético caos lleno de chispas, de volutas de humo y brillantes colores, de buganvillas podridas que crecían, sin rumbo ni freno, por cada esquina, envolviéndoles los pies. Ella desprendía su suave perfume. Él respiraba, inclinando la cabeza, la esencia que conformaban los dos. Ella acariciaba sus cuernos, se hundía en su cuerpo.
Dio un paso. Se acercó. La contempló detenidamente, estudiando cada detalle: todo parecía ser nuevo, a pesar del tiempo que habían compartido sus vidas. Ahora eran eternos. El dios y la ménade en maravillosa conjunción, el perfecto binomio, el cielo y la tierra trenzados en los cuernos de un carnero.
Se aproximó. Un poco más. Ella entornó la cabeza, acarició la columna con su espalda, se deslizó con suavidad. Más cerca. Para que él la contemplase con claridad. Entonces, con una suave cadencia que hizo brotar música de los astros celestiales, comenzó a bailar.
- ¿Jamás vas a detenerte? – preguntó él, con una mueca de disgusto y placer.
- ¿Lo harías tú?
Patricia Costales, 27/9/10
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